miércoles, 20 de agosto de 2008

Desde Rusia, con horror.

Cuando el retumbar de las bombas se toma un respiro, los negros ojos digitales de la prensa en vanguardia, extranjera y estéril, toman el relevo; abren fuego de flash contra los sollozos desconsolados, descontrolados; contra los torsos inertes desprovistos de algún miembro; contra las nuevas ruinas; contra los objetos desperdigados, ya sin dueño; contra los cachorros abandonados a su suerte, contra los verdugos asépticos y contra sus máquinas humeantes de acero mortal e implacable, con su enorme índice enhiesto que señala el lugar exacto donde excavar de un zarpazo el próximo socavón de cascotes sin vida; contra las gruesas filas de muertos vivientes que serpentea como una vieja culebra moribunda, sin fuerzas para huir ni valor para quedarse a enfrentar un ocaso estúpido y seguro, dejando caer las escamas, indolentes, sin un broche de esperanza.

La Rusia de hoy, de este mes, de estos últimos años, bárbara y atroz como cualquier imperio decadente, arrasa la tierra en su derredor al compás de la batuta de sus directores de papel parapetando al asesino ventrílocuo, no sé si ya inventado el macabro concierto por los helicópteros yanquis que, decía la leyenda gris, desconcertaban -antes de achicharrar- a los vietnamitas con estridentes óperas nibelungas, o con el ritmo mecánico, franco y marcial de los detonantes de los obuses, si es que conserva al menos la austeridad de su alter ego, la URSS.

La foto de siempre muestra el rostro de siempre, del campesino, del eterno don nadie condenado por el delito de la sinrazón, la sombra idéntica de todas las guerras, la inútil búsqueda de motivos inexistentes, la danza que llevará a muchos a la saturación de la razón, al paraíso feliz y definitivo de la locura; su mueca de dolor extremo habrá transfigurado su aspecto para siempre, se le han petrificado los músculos que le permitían sonreír, como un absurdo Lot circunstancial en medio de un holocausto que nadie merece vivir. Entre los escombros, la polvareda y los hierros retorcidos, alguien que ayer era como tú y como yo ha sido arrojado a las más profundas simas de la humillación, dejando en su caída los jirones de su dignidad, de su humanidad.

No sé verlos con mirada ajena, no he aprendido a salirme de su piel, me invade una rabia asesina y primaria, un sentido cavernario de la justicia que me sume en un universo imaginario donde todas las manchas son de mora y la sangre del inocente es veneno para el verdugo.

Esta guerra canalla no es especial; ni más cruel, ni más injusta que cualquier otra. Se me pasan las ganas de obviarla, sin más. Pero cada matanza que transcurre en silencio, es como volver a matar a cuantos inocentes les fue arrancada la vida en su vorágine de insensatez.

Mientras, se suceden las condenas vacías, sin juicio ni sentencia y alguien, en algún lugar, maldice el día en que se inventó la palabra.