jueves, 30 de abril de 2009

Paseaba días atrás en compañía de un conocido, de los que suelen portar una radio ínfima y chillona, parloteando de lo humano y lo más humano aún, cuando alguien desde el transistor anunció con alarma mal contenida, "Fulanita de tal ha aceptado ocupar el cargo de... bla... bla... bla".

Terminada la frase anónima, el cielo se oscureció y se tornasoló amenazante, con un retumbar telúrico y profundo. Cogidos en tránsito por el viaducto, temimos lo peor. Dominando el pánico, arranqué nervioso mi cámara del bolsillo de la chaqueta y obtuve la evidencia que constato al margen. Evoqué de inmediato el cuartel general de los Cazafantasmas, donde las fuerzas malignas se conjuraban girando aterradoramente en derredor de la cima del rascacielos maldito.

Inquirí a mi acompañante, versado en asuntos de ultratumba, que opinó que no se explicaba tal confluencia de mala hostia fantasmal en un lugar como el Silo de Noreña. Intuyó, éso si, que aunque los cuerpos físicos se marchaban, cuando sus propietarios habían llevado una vida innoble plagada de promesas incumplidas, sus energías negativas persistían durante tiempo indefinido, lo que podría sin duda explicar el fenómeno que en aquél momento mantenía a cientos de ciudadanos y ciudadanas temerosos e hipnotizados frente al edificio.

Inesperadamente, un débil temblor zarandeó varias maquetas municipales abortadas antes de las 14 semanas, decenas de partidas presupuestarias quedaron sin remanentes, el cielo acabó ennegreciéndose por entero y un viento huracanado y atronador asoló la campiña. Adolfo, mi amigo, que había leído lo suficiente sobre el tema y por tanto sabía lo que correspondía hacer, entrelazó las manos y cayó de rodillas. Sólo le oí musitar: "Verdaderamente, era una hija de..."

Instantes después todo había acabado, y lucía un cálido atardecer otoñal. No recordaba suceso más inexplicable, más formidable, desde que Rafael Merino ganó las elecciones a la alcaldía. Aún no me he repuesto. De ninguno de los dos.

Banalidades

Había tenido un sueño, y con tal bagaje se lanzó a la conquista. Fueron las bombas de marzo, como las madres de mayo, el detonante del hastío, que no la causa del golpe de fiel que sacó de sus casillas y su casillero al lacayo yanqui, que se marchó de tres estertóreos golpes de tentáculo a través de la fugaz nube de negra y difusa tinta de calamar cobarde y embustero.

Así fue como sobrevino la revolución de los corsés y la alianza de los civilizados. El mandato de la vara estricta de medir a lo alto olvidando lo ancho, de la euforia boba y campestre de portada de La Atalaya; del gallo abnegado, empeñado en anidar en nidos de águilas que, jocosas, le picotean el coco por no arrojarle risco abajo.

¿Será sino de esta tierra parir misceláneos en lugar de estadistas? Las puertas de la sensatez siempre están de par en par, pero nadie con el arrojo y honestidad suficiente para traspasarlas. Los últimos artículos anotados en lista de la compra del supermercado de los fracasos, se apila ya en las orillas del papel de notas. Y aún sobra tiempo para más.

La Democracia se ha vaciado como el tronco de un viejo árbol. Vacía de contenido, resecos y atascados sus vasos conductores, mermados sus frutos y olvidadas las aspiraciones que llevaron a plantar la misma semilla que en otros lares con tanta salud había germinado. Sus ramas resecas flotan hoy a la deriva de la corriente perezosa de la historia.

Se acerca la estación de lluvias del río Europa, pero los fértiles limos quedarán lejos -también en esta ocasión- de los territorios anclados en las cotas más altas, siempre a salvo del sentido común. Como toda reserva tribal, mero museo de personajes y hábitos paleolíticos, prioriza la traición como forma de tradición, habitada por aborígenes de conciencia encapuchada e impermeable para no dejar salir y, sobre todo, impedir penetrar ni un hilacho de la brisa que pudiese barrer la hojarasca de burda santería en descomposición, el costumbrismo viciado, incestuoso y endogámico de la tribu hispánica, de honor tan gitano como soberbio y fratricida, irreductibles esclavos de sí mismos.

Reserva espiritual de occidente que llaman, siempre sustentada, revivida, alimentada de los huesos viejos, olvidados y olvidables de abortos incontables de mil trescientas o tres mil semanas, por los que nadie levantó la voz.

Tierra prometida pero no cumplida. Tierra de banalidad que sólo resuella cuando el hambre ahoga, cuando acabadas las uvas, los lazarillos son molidos a palos, palos de ciego.

miércoles, 29 de abril de 2009

Enanos de Jardín

Hay personajes en la vida cotidiana a los que apenas damos importancia. Son dueños de palabras obvias, huecas o retóricas, que dicen lo que cualquiera podría decir y callamos precisamente por éso, por consabidas. El nombre de esta gripe originada en nuestro hermano cerdo está mutando antes que el propio virus que define, derivando en virtud de los vicios eufemísticos sacro-judíos a gripe mejicana. Cuyo primer síntoma podría ser una tos mariachi. Y una fiebre que podría combatirse con burritos en dosis masivas. Y así podríamos continuar hasta sentirnos tan absurdos como debería haberse sentido el rabino que ha prohibido el término porcino para referirse a la infección, por inspiración directa de su porcina y peculiar mono-divinidad.

Y como la senectud es la mejor aliada del discurso decadente, el jefe de estado vaticano se deja caer por entre los escombros y los desahuciados para pedir al cielo y los cuatro vientos viviendas más sólidas. Para ese viaje, podría haber usado la línea directa que asegura mantener con el sumo arquitecto cósmico, que bien poco debe costarle reedificar los edificios derrumbados con un chasquido de dedos. Esta vez, éso sí, cumpliendo con la normativa antisísmica.

Un detalle sin embargo ha sido el no aparecer por el lugar del desastre hasta tres semanas después, decidido a no entorpecer las labores de rescate y desescombro. Caer en la cuenta de que un anciano, ya mermado física y mentalmente por la edad, deambulando entre los cascotes, calles agrietadas y trozos de fachada, poniéndose enmedio de los bomberos, los perros y las pesadas maquinarias constituye un serio e inútil estorbo, dice mucho del sentido común de sus cuidadores. O asesores.

Quién necesita, enmedio de una estampida, un enano de jardín.

miércoles, 15 de abril de 2009

La prueba del algodón.

Que soy más de ciencias que de suspiros, está claro. Nadie teme más a la muerte que un vivo, y en esas andaba dándole vueltas al hecho de la mortalidad, cuando de entre los cielos nublados se filtró un rayito divino que fue a dibujar una mancha luminosa sobre mi frente. Y encontré la respuesta. La misma a la que, días después, descubrí que Eduardo Punset ya se me había adelantado. Maldita sea. Pero ese sabihondo no me va a impedir exponerla. Muy brevemente, éso sí.

En el Universo todo es cambiante, y para posibilitar ese cambio, la forma anterior ha de dejar de existir. Ha cambiar de estado; morir, dicho coloquialmente. Mueren los seres vivos y mueren los objetos "inanimados". Las estrellas se crean y perecen, y con ellas los planetas que las escoltan, y la vida que en algunos de ellos se logra prosperar. Por causas hasta ahora desconocidas -que no inexplicables- los seres vivos cambian su aspecto y aptitudes de una a otra generación, de forma que cada generación "mejora" si dispone de tiempo para ello, a la anterior, aunque sea de forma imperceptible.

La Histología actual revela que la regeneración de tejidos es un mandato genético hasta cierta edad en todos los seres vivos, y puede ser forzada artificialmente por diversos métodos, entre ellos la utilización de las "malditas" células troncales, auténticos pasaportes a la inmortalidad. La persecución de la ciencia a esta fuente de la eterna juventud es implacable, y los creyentes lo saben. Si el ser humano logra la inmortalidad, aunque sea a nivel experimental, los mitos y supersticiones acerca de seres inmortales suprahumanos se va al garete, lo que no quita que ésto también será teológicamente explicado cuando no haya más remedio, para salvar el divino trasero. Es previsible.

En definitiva, nuestra muerte está genéticamente programada para posibilitar el perfeccionamiento de las especies. La inmortalidad natural implicaría una forma de vida estática, incompatible con las leyes de la materia orgánica, cuya razón de ser es el pulido permanente de aristas, el perfeccionamiento en el sentido más adecuado y siempre que el medio lo permita. Cuando los acontecimientos desfavorables se precipitan en el tiempo, sobreviene un reajuste drástico: la extinción.

Así pues, la inmortalidad no artificial supondría una renuncia expresa al progreso biológico, algo que, hoy por hoy, queda totalmente excluido de los planes de la Ley Natural. Y Ella será quien determine si una especie se ha hecho acreedora de ella. Y, por el momento, no consta antecedente alguno.

lunes, 13 de abril de 2009

Un clavo, dos clavos, tres clavos...

Me he estado flasheando durante un rato largo, casi sin darme cuenta, con una serie de vídeos e imágenes durante mi periplo trimestral por las páginas que frecuento. Será por los días que han sido, que casi en su totalidad versan sobre escenas semanasantinas de la más variada índole, para mi gusto todas rocambolescas.

Pero al margen del gusto propio, me asaltan a mano armada las paradojas a que dan lugar.

¿Porqué el Ejército es católico? ¿Puede un supuesto "Cristo de Amor" sentirse cómodo a lomos de un pelotón de legionarios que han firmado en su contrato de trabajo cláusulas que implican matar sin piedad so pretexto de defender, en Su Nombre, un trozo de tierra?

¿Es ético que la Iglesia haga el papel de defensora a ultranza de toda forma de vida, e infiltrar al mismo tiempo capellanes en el Ministerio de la Guerra? ¿Es la función de éstos animar a los altos mandos a perdonar a sus enemigos, a instruir sobre el horror que supone toda guerra, a fin de evitarlas? Y, si así fuese ¿consentiría el Ejército un equipo de desmoralizadores entre sus filas? Va a ser que no.

¿Cómo puede defender la Iglesia que la homosexualidad es un trastorno del comportamiento, y aceptar como mentalmente saludable prácticas como auto azotarse con un mazo de sogas, dejarse momificar con cordajes, desfilar descalzo en procesión (aunque hay quien opina que el auténtico suplicio consiste en hacerlo con tacones altos) y un largo etcétera de formas de infringirse dolor a uno mismo?. Cuando uno, en todo su derecho, se harta de vivir con tan chalado vecindario y decide volarse la cabeza en pleno uso de su libertad y facultades intelectuales -cosa que dura una insignificante fracción de segundo- le dicen que ha cometido un pecado mortal y que se va al infierno hasta con zapatos.

De hecho, Benedicto ha condenado de todo y a todos, excepto las prácticas sádicas y masoquistas. O se le ha pasado por alto con tanta prohibición pendiente, o miedo le da mirarse el ombligo.

Sólo yo sé hasta qué punto me la trae al pairo que estos desequilibrados se destrocen las ingles con alicates del 38, pero no deja de ser una paradoja. Sin embargo, tengo mis teorías. Y para no darle muchas vueltas, estoy convencido de que se han visto catorce veces seguidas Historia de O. Que me da la espina que las pajas que se mercan no sólo son mentales, que más de uno de estos pasantes tiene callos en las manos, y no es de cavar el huerto, no señor. Que lo del espíritu de sacrificio y la pasión empieza a sonar a chufla, y aquí hay gato encerrado.

Para ésto tengo buen olfato, y de casta le viene al galgo, que fue mi abuela quién tiró de la sábana del fantasma que, día sí y día no, a partir de las 12 o'clock aterrorizaba con su farol al vecindario, sólo para descubrir la poco original historia del cura abnegado y la viuda desconsolada. En "La Casa Paso", creo recordar, por más señas.

Detrás de muchos misterios y divina devoción, suele haber un santón tras la estela del "amor humano".

viernes, 3 de abril de 2009

Los Señores del Sistema.

Diez años atrás y como consecuencia de la película "StarGate", se produjo y comenzó a emitirse una serie de Ciencia Ficción del mismo nombre -que ha sido un éxito rotundo durante una década-, mezclando hábilmente aventura, arqueología, física de última generación, guiones con chispa y unos personajes carismáticos y firmemente definidos. Doscientos episodios que reconozco haber disfrutado uno tras otro.

En esencia, se trataba ni más ni menos que de la raza humana pugnando por sobrevivir al dominio y explotación de quienes se hacían llamar "Los Señores del Sistema", individuos también humanos pero controlados por un parásito alojado en su médula ósea, y que desde tiempos inmemoriales se hacían pasar por "dioses" utilizando alta tecnología como si de capacidades sobrenaturales o divinas se tratase, convenciendo así a los primitivos humanos y aderezando la representación con rituales que añadían el imprescindible boato que los dioses necesitan para reafirmar su credibilidad.

No devoraban humanos, ni exhibían una crueldad arbitraria. Astutos y manipuladores, su ego se alimentaba de saberse idolatrados y temidos, de la posesión del poder absoluto otorgado por la capacidad de decidir sobre la vida de sus esclavos.

De vuelta al exterior de la pantalla, cabe preguntarse cuántos Señores del Sistema no medran hoy desde las palestras de los parlamentos "democráticos", regidos sus actos -y nuestros destinos- por el parásito insaciable de la ambición de poder que les posee sin que, tal vez, lleguen a percatarse siquiera de ello. Llegado el momento, cómo saber si estamos eligiendo a uno de "ellos", o si no cabe error posible, porque todos los candidatos lo son.

Ahora que los Señores del Sistema reales, los G-22, danzan en aquelarre sobre nuestros futuros. Cómo bajarles de los altares, cómo decirles sin temor que no tienen la menor credibilidad, que sabemos lo que no son. Que desconfiamos de su divinidad, de su capacidad de resolución, de sus intenciones, de sus fines y de sus principios.

Que no son ellos los dioses. Que los auténticos Señores del Sistema son aquéllos que harán sonar los teléfonos de sus despachos el lunes a las nueve en punto, para dictarles el sentido en que ha de girar el planeta, la hora a la que a sus parásitos, conviene que salga el sol.