Estaría bien complementar la tradicional semana santa con una semana agnóstica. Cuestión de equilibrio. Una manifestación callejera de hermanamiento de todos aquéllos que no sabemos, de los que no creemos a los monseñores y monseñoras, iluminados u opacas, que habiendo llegado a este planeta por el mismo sitio y percibiendo las cosas con idénticos sentidos a los nuestros, presumen de conchabeo y confidencias con los habitantes del más allá, o tener en favoritos el número de móvil de Dios.
Si estuviese en mi mano, pasearía en procesión una gigantesca interrogación, símbolo del reconocimiento de la propia ignorancia y desconfianza hacia quienes no admiten la suya.
Nosotros, ese resto de seres apagados -o faltos de luz-, seres mayoritariamente pacíficos que de ninguna manera nos apodaríamos o actuaríamos como atilas, pues no es la guerra lo que nos llama; que tememos dogmatizar porque la mentira y la superstición tienen las patas muy cortas; que dirigimos nuestras vidas por el camino más incómodo, el de la duda, que rechazamos la doctrina del clavo ardiendo y lo pagamos en paz interior contante y sonante; nosotros, seres apagados que, a pesar de la ausencia de la anhelada proyección inmortal con que nos levantamos cada mañana, aún así rehusamos alienarnos voluntariamente siguiendo cerrilmente a otros que dicen conocer lo que ignoramos, pero que se desmienten a sí mismos con cada uno de sus pasos; nosotros que, a cuestas con nuestra pobre filosofía, no desesperamos ni nos lanzamos a la existencia de cualquier manera, a pesar de cómo somos difamados y calumniados por los iluminados.
Por todo ésto y algo más que a buen seguro olvido, estaría bien presumir de una gigantesca interrogación como guía y símbolo de cómo no nos sentimos, aunque nuestro número sea escaso, insignificante.