martes, 24 de junio de 2008

La Maldición.

Una antigua maldición atribuida a los/las gitanos/as decía algo así como jalá te dé un doló que cuanto mah corra mah te duela, y si te párah revienteh.

Pues ha resultado que así es como funciona el mundo desde hace siglo y medio, en una continua huida hacia delante y sin la posibilidad de detenerse para darnos a algunos la oportunidad de bajarnos. Porque si se para de golpe, los que sobrevivan al frenazo se encontrarán perdidos en un lodazal ubicado en medio de ninguna parte, a bordo de un tren hundiéndose a marchas forzadas en un pantano de arenas movedizas. Ni más ni menos.

Este circuito que es tan cerrado como vicioso es el círculo, que se retroalimenta con una filosofía caníbal según la cuál si no dejamos de comernos entre nosotros moriremos de inanición, pero lo único comestible que tenemos a mano es el prójimo. Consumo se llama la maldición.

Pero la curiosidad mató al gato, y personalmente me muero por comprobar qué ocurriría si gastásemos lo necesario. Si, sin abandonar el circuito interminable, aflojásemos la marcha para darnos la oportunidad de contemplar el paisaje. Qué sorpresa si al mirar hacia arriba, descubriésemos media docena de tipos entre las sombras, fuera del círculo, individuos que se divierten poniendo y quitando raíles, añadiendo arbolitos, montando casitas, jugando con los potenciómetros de la corriente que alimenta las vías, inventando nuevos circuitos, nuevos primeros y terceros mundos.

Mira que si no fuesemos más que figuras de plástico en una inmensa maqueta, el pasatiempo de lujo de unos tipos que juegan a ser dios.

Cabe la posibilidad de que parar no equivalga a reventar. Cabe la posibilidad de que sólo nos lo estén haciendo creer. Cabe la posibilidad de que la consecuencia más real sea que se les termine la diversión y se vean descubiertos.

Como dice El Roto en una de sus viñetas más certeras: Si todos marchamos en la misma dirección, cómo sabremos si hay otro camino.