
El pastoreo y conducción del rebaño se encomienda a manos expertas, y no será porque en su manual de instrucciones no deja bien claro quién es quién, exento de argucias metafóricas: inculcar la aceptación ciega de unos principios éticos, morales y espirituales ladinamente amañados.
El sistema tramado por las élites hereditarias de poder ha dejado los suficientes cabos sueltos como para que, a trancas y barrancas, se haya impuesto y supuesto como idóneo el sistema democrático de gobierno, y un acuerdo global conducente al reconocimiento como cierto de los derechos indiscutibles que asisten a los seres humanos, un intento igualmente fallido de romper la racha de asesinarnos unos a otros, que ya dura veinte mil años.
Sin embargo, en la práctica, diez cabezas piensan mejor que diez mil millones, y las minorías en la sombra vuelven a tomar las riendas del mundo, y lo que tras la segunda gran guerra sobrevenía como la promesa de un mundo nuevo donde cabíamos todos, acaba de nuevo desvelándose la falacia. Mentiras sobre mentiras han conformado toda una época, un páramo floreciente que nos prometían eterno, un estado de bienestar de una perpetuidad que ya no se asegura ni a las nieves del Kilimanjaro.
Atrás quedan términos pensados y paridos para dar credibilidad a la campaña de márqueting que ha embobado, literalmente, a tres generaciones. Abuelos, hijos y nietos han creído en la existencia del desarrollo sostenible, que Kioto era la cuna de la esperanza, que Hacienda somos todos, que la aldea global era la panacea y que ariel lavaba más blanco.