Los enemigos de la Iglesia de Roma están resultando ser mucho más numerosos de lo que, en un principio, podría imaginarse hace tan sólo unos meses.
Así, son ya varias las semanas en que los diarios de todo el mundo aparecen salpicados de noticias que relatan sucesos que implican a la sacerdotes y jerarcas católicos en casos de abusos a menores, de forma que su imagen al día de hoy se asemeja más a la de un gigante rabioso por las molestas heridas inflingidas por una horda de enanos, que la de la institución secular e inamovible que siempre ha pretendido encarnar.
Aunque resulta evidente que el estatus de jefe de estado que protege a Joseph Ratzinguer descarta toda posibilidad de citarle judicialmente ni siquiera como testigo, el simple hecho de ser salvado por la campana parece proporcionar un extra de moral a quienes examinan la actuación de la Iglesia con lupa, en busca del menor resquicio donde rascar y levantar la piel.
A este respecto y sin ánimo de echar más leña al fuego, opino que el Ministerio de Justicia ya va tarde en lo que respecta a arbitrar medidas similares a las que se tomaron y se siguen tomando en los casos de violencia familiar. Ante la menor sospecha, las autoridades judiciales y policiales deberán ponerse manos a la obra para velar y proteger la integridad física y psíquica de los menores, siendo obligación de todo aquél que observe conductas anormales en las personas encargadas de tratar con niños -ya sean sacerdotes o no- denunciar sus sospechas. Sería igualmente aconsejable publicitar el peligro latente en campañas similares a las ya realizadas para otros abusos que pudieran cometerse en el entorno familiar o social, de forma que el menor no se vea sorprendido por la agresión y se contemple a sí mismo como un bicho raro, llegando a creer que tal atrocidad sólo le está ocurriendo a él.
No hay que olvidar que, como la misma Iglesia viene repitiendo en estos días a modo de excusa, un sacerdote es un ser humano normal y corriente. Sin embargo, ésto no es del todo cierto, puesto que un ser humano normal y corriente no reprime su sexualidad constantemente, con lo que constituyen un colectivo con altas probabilidades de desarrollar una disfunción psíquica relacionada con el sexo.
Ojalá se depuren pronto todas las responsabilidades y, si se ha de criticar a los jerifaltes de la Iglesia Católica, se haga por alguno de los otros muchos motivos que pueden ser enfocados por la vía de la racionalidad, y no por estos delitos que, no por execrables, dejan de ser puntuales si tenemos en cuenta el altísimo número de sacerdotes en activo en todo el mundo.
Así, son ya varias las semanas en que los diarios de todo el mundo aparecen salpicados de noticias que relatan sucesos que implican a la sacerdotes y jerarcas católicos en casos de abusos a menores, de forma que su imagen al día de hoy se asemeja más a la de un gigante rabioso por las molestas heridas inflingidas por una horda de enanos, que la de la institución secular e inamovible que siempre ha pretendido encarnar.
Aunque resulta evidente que el estatus de jefe de estado que protege a Joseph Ratzinguer descarta toda posibilidad de citarle judicialmente ni siquiera como testigo, el simple hecho de ser salvado por la campana parece proporcionar un extra de moral a quienes examinan la actuación de la Iglesia con lupa, en busca del menor resquicio donde rascar y levantar la piel.
A este respecto y sin ánimo de echar más leña al fuego, opino que el Ministerio de Justicia ya va tarde en lo que respecta a arbitrar medidas similares a las que se tomaron y se siguen tomando en los casos de violencia familiar. Ante la menor sospecha, las autoridades judiciales y policiales deberán ponerse manos a la obra para velar y proteger la integridad física y psíquica de los menores, siendo obligación de todo aquél que observe conductas anormales en las personas encargadas de tratar con niños -ya sean sacerdotes o no- denunciar sus sospechas. Sería igualmente aconsejable publicitar el peligro latente en campañas similares a las ya realizadas para otros abusos que pudieran cometerse en el entorno familiar o social, de forma que el menor no se vea sorprendido por la agresión y se contemple a sí mismo como un bicho raro, llegando a creer que tal atrocidad sólo le está ocurriendo a él.
No hay que olvidar que, como la misma Iglesia viene repitiendo en estos días a modo de excusa, un sacerdote es un ser humano normal y corriente. Sin embargo, ésto no es del todo cierto, puesto que un ser humano normal y corriente no reprime su sexualidad constantemente, con lo que constituyen un colectivo con altas probabilidades de desarrollar una disfunción psíquica relacionada con el sexo.
Ojalá se depuren pronto todas las responsabilidades y, si se ha de criticar a los jerifaltes de la Iglesia Católica, se haga por alguno de los otros muchos motivos que pueden ser enfocados por la vía de la racionalidad, y no por estos delitos que, no por execrables, dejan de ser puntuales si tenemos en cuenta el altísimo número de sacerdotes en activo en todo el mundo.