viernes, 3 de octubre de 2008

Platero y ella, o la suerte de la fea.


Por la descripción literariamente impecable que de su cuadrúpeda persona hace su creador e interlocutor con el mundo real, quien más y quien menos tiene la idea hecha sobre cómo es Platero. Lo que en cabeza de uno ni de otro entraba, era que ese hocico húmedo flirtearía un día con el busto vivo de la mismísima reina de Castilla y territorios anexos, que al nombre de sabiduría responde.

El antaño castigado y como de mal nombre usado animal, vive hoy su época suave, como de algodón, felizmente sustituido por el diésel y mimado hasta el extremo del real morreo, siendo así previsible nominarle a honoris causa en el Príncipe de Asturias, que asnos más burros, además de zorros, se han visto laureados en Oviedo, no sin antes haberlo comido y bebido.

Pocos se percatan, sin embargo, que desde la dehesa contempla con sana envidia la subida de escalafón de los plateros del mundo, el bóvido azabache insignia de lo español que no se ve reflejado, en prosa o en verso, si no es para alabar sus estertores lacerados de sangre y metal, si no es para contar con qué garbo se deja chulear por un asesino y andante árbol de navidad.

Tiene el toro por cierto que llegará el día en que los cerdos del matadero y los ciervos del monte también anhelarán su destino, pero también que ése día no será hoy, ni mañana, que su suerte reside en un sórdido corredor, de la muerte, que encontrará masticando barro hecho de sangre y albero.

Entretanto, la Reina de los plateros lucha quedamente con las armas de su ausencia, reprobación por real silencio e indiferencia, mientras los Antonios Burgos del mundo despotrican, impotentes, sapos y culebras en tentativa de feroz chantaje castizo.

Las muchas diferencias entre griegos y romanos incluían, desde luego, el respectivo nivel de humanismo, de humanidad. A los hechos me remito.