miércoles, 15 de abril de 2009

La prueba del algodón.

Que soy más de ciencias que de suspiros, está claro. Nadie teme más a la muerte que un vivo, y en esas andaba dándole vueltas al hecho de la mortalidad, cuando de entre los cielos nublados se filtró un rayito divino que fue a dibujar una mancha luminosa sobre mi frente. Y encontré la respuesta. La misma a la que, días después, descubrí que Eduardo Punset ya se me había adelantado. Maldita sea. Pero ese sabihondo no me va a impedir exponerla. Muy brevemente, éso sí.

En el Universo todo es cambiante, y para posibilitar ese cambio, la forma anterior ha de dejar de existir. Ha cambiar de estado; morir, dicho coloquialmente. Mueren los seres vivos y mueren los objetos "inanimados". Las estrellas se crean y perecen, y con ellas los planetas que las escoltan, y la vida que en algunos de ellos se logra prosperar. Por causas hasta ahora desconocidas -que no inexplicables- los seres vivos cambian su aspecto y aptitudes de una a otra generación, de forma que cada generación "mejora" si dispone de tiempo para ello, a la anterior, aunque sea de forma imperceptible.

La Histología actual revela que la regeneración de tejidos es un mandato genético hasta cierta edad en todos los seres vivos, y puede ser forzada artificialmente por diversos métodos, entre ellos la utilización de las "malditas" células troncales, auténticos pasaportes a la inmortalidad. La persecución de la ciencia a esta fuente de la eterna juventud es implacable, y los creyentes lo saben. Si el ser humano logra la inmortalidad, aunque sea a nivel experimental, los mitos y supersticiones acerca de seres inmortales suprahumanos se va al garete, lo que no quita que ésto también será teológicamente explicado cuando no haya más remedio, para salvar el divino trasero. Es previsible.

En definitiva, nuestra muerte está genéticamente programada para posibilitar el perfeccionamiento de las especies. La inmortalidad natural implicaría una forma de vida estática, incompatible con las leyes de la materia orgánica, cuya razón de ser es el pulido permanente de aristas, el perfeccionamiento en el sentido más adecuado y siempre que el medio lo permita. Cuando los acontecimientos desfavorables se precipitan en el tiempo, sobreviene un reajuste drástico: la extinción.

Así pues, la inmortalidad no artificial supondría una renuncia expresa al progreso biológico, algo que, hoy por hoy, queda totalmente excluido de los planes de la Ley Natural. Y Ella será quien determine si una especie se ha hecho acreedora de ella. Y, por el momento, no consta antecedente alguno.