martes, 29 de diciembre de 2009

Sacerdocio célibe. Transtornos de la personalidad y tendencias delictivas. (II)

Confesores y Confesionarios.-

Para el católico, el Confesionario es como un punto inalámbrico de acceso a la web celestial. Allí, el Sacerdote-Administrador del Sitio ejerce de plugin o complemento traductor en la relación del católico con su deidad. Y es bien sabido que un mal intérprete puede desencadenar una guerra.

La confesión es una obligación que el fiel se deja imponer por la dogmática de su fe y según la cual, periódicamente, ha de acudir a poner en conocimiento de dios -y siempre a través del sacerdote- todas la acciones moralmente punibles que haya cometido, y con la condición de proponerse seriamente no volver a cometer, al menos, las mismas.

Evidentemente, este proceso es una mentira gorda y bien urdida por el clero para mantenerse al día en los puntos flacos de su feligresía y, de paso, recabar información valiosa para futuros pequeños chantajes de diversa índole.

Nada mejor a tal fin que denominar esos puntos flacos con un término tan desagradable como pecado. El Creyente, así llamado por su predisposición a creerse cualquier cosa que un clérigo le diga que dios ha dicho, entra mansamente al trapo y le cuenta al picaruelo del otro lado de la rejilla hasta la última de sus noñerías, con pelos y señales.

El sacerdote, personaje convertido ahora en depositario de una información única y confidencial sobre otra persona, puede utilizarla a discreción y, ocasionalmente, en la obtención de beneficios y favores personales.

Así pues, el hecho de persuadir mediante la superstición a personas honestas pero cándidas e inmaduras, de que La Confesión es imprescindible para obtener una supuesta transcendencia a una utópica morada celestial, además de sonar descaradamente a timo de la estampita, podría tipificarse a poco que se argumente como un puro y duro intento de intimidación con propósito de estafa o chantaje, comparable a aquellos que haciéndose pasar por directivos de nuestro banco pretenden, mediante engaños, obtener el código secreto de nuestra cuenta corriente.

Cuando, en muchos casos, se obliga a confesar ante extraños a menores a partir de siete años el riesgo se multiplica por razones de sobra conocidas. Hay que tener presente que, a pesar de que se insiste en hacer pesar la voluntad de dios en la elección de los sacerdotes, la lógica y la amplia experiencia acumulada desaconsejan esta práctica.