jueves, 18 de septiembre de 2008

Dos más dos debería sumar cinco.


Se dice que una mentira deja de serlo a fuerza de repetirla. Una sola afirmación es en la que coinciden los adocenados contertulios de todas las mesas en todos los debates que se montan por doquier en estos días, en televisión y radio, con motivo del advenimiento de nuestra señora, la crisis, y las paridas que por boca de uno y otro bando se dejan oír. Uno puede reflexionar sobre los puntos contradictorios a fin de decantarse por una u otra opinión, si le apetece, pero las afirmaciones manadas del consenso suelen escapar al análisis.

En este caso intentaré evitar el roce con las ondas emocionales, me limito a exponer fría y maquinalmente las premisas tan ciertamente como me sea posible, y obtener una conclusión.

El obrero, empleado, trabajador por cuenta ajena o como quiera que decidamos denominarlo, posee un bien vendible como es su capacidad para desarrollar un trabajo que produce un beneficio al empleador o empresa. La empresa necesita ese potencial y ofrece un precio por él, el salario, junto con una negociación de horario y resto de aspectos que afectan a la relación entre comprador y vendedor.

Todo comprador tiende a buscar el producto que, sin perder calidad, pueda obtener por menor precio. Todo vendedor pretende obtener el máximo beneficio por su mercancía, su capacidad para realizar un trabajo, en el caso del obrero.

Hasta ahora, la cosa es de una simpleza que pasma.

Vaya usted a saber por qué motivos, la convicción más de moda y sobre la que al parecer no hay tutía, dice nada menos que la inmigración es necesaria, imprescindible para España. Y es cierto, según como se mire.

Como también lo es que cuando el Mercado se inunda de un producto, el precio de éste baja. No es un invento mío. Es la ley de la oferta y la demanda, que rige de forma similar en el caso de los tomates, los coches y las relaciones laborales.

El equilibrio entre posibilidad de empleo y mano de obra ofertada obliga a satisfacer la demanda de subida salarial para poner en marcha el proceso productivo, manteniendo al mismo tiempo la estabilidad en los precios para no perjudicar el consumo, limitando de esta forma a unos índices razonables el rendimiento del capital invertido.

No es cierto, pues, que no existan españoles dispuestos a hacer determinados trabajos, labores agrícolas principalmente. Lo que no todos están dispuestos es a realizarlos bajo las condiciones y con los salarios impuestos por la patronal del sector. De hecho, a poco que busquen, pueden encontrar más de diez mil, los mismos que a estas horas están recogiendo uvas en Francia. Eso sí, duplicando o triplicando el salario que percibirían por el mismo trabajo en España.

De la misma forma que cualquier operario español acepta encantado trabajar en empresas públicas de servicios como EMACSA o SADECO –por citar ejemplos conocidos y cercanos-, a pesar de lo ingrato e insalubre de las tareas que pueden llegar a ser necesario realizar (cuando no sencillamente repugnante, si pensamos en alcantarillados plagados de cucarachas y ratas). Pero basta con dar un vistazo a los convenios colectivos de estas empresas y los ingresos anuales de sus empleados para entenderlo.

La inmigración es necesaria, desde luego, pero sólo para propiciar la devaluación del trabajo del individuo en beneficio del rendimiento económico del empresario.

Personalmente, el cinco me parece un número sublime. Pero no por ello dos más dos dejan de sumar cuatro.