lunes, 24 de agosto de 2009

El vehículo

A primera hora de la mañana, durante el desarrollo cotidiano de mis funciones, he atendido a mi primer cliente desplegando sin piedad mi simpatía, cordialidad y abrumadora efectividad. Lo difícil, al minuto; para lo imposible tardamos un poco más, reza el presuntuoso slogan de auobombo propio del gremio.

El caso es que, encantado y agradecido tras la brillante operación, una sonrisa descomunal como un elefante me tiende un brazo en forma de trompa acabada en una mano expectante dispuesta en cuenco. La mano ha quedado suspendida en el aire unos segundos, esperando mi decisión de enviar la mía a la cita ritual del apretón, donde la piel toma notas sobre quién es el otro.

El otro, en este caso, es un peón feliz, como yo, que tira p'alante sobre el tablero, pasito a paso, sin que las reglas del juego te permitan retroceder en el tiempo ni en el espacio. Una mano mediana, cálida, seca, nervuda y áspera, una mano franca. Pocas similitudes con esas otras manos que se entregan como el que regala un pez muerto, flácido, de un frío húmedo.

La cuestión es que detesto desagradar sin un motivo justificado, por lo que lanzo gentilmente la mía, rauda y certera como lengua de camaleón. Ritual de sonriente acercamiento con sacudida de las manos cogidas. En los varones, es ésa la principal función de las manos, independientemente del entorno: sacudir. Despedida cordial con promesa de vuelta, liberación de presa y salida de escena.

Ni hubiese reparado en la secuencia si no fuese por la aguda punzada en un lugar indeterminado del ojo, seguido instantaneamente de abundante humedad y el reflejo involuntario de mi mano taponando la lagrimorragia. Mi mano. La misma mano que se ha restregado, casi coitado, con otra mano ignota apenas unos segundos antes. Veo transcurrir los fotogramas uno a uno, y llega la certeza del riesgo.

Las normas de prevención de contagio me vienen en tropel. Me entrego a mi destino y no me lavo el ojo, ni las manos. Es primordial conservar la calma. La lágrima disipa el escozor, y trae la esperanza de que haya arrastrado un posible agente patógeno. Tranquilo, me digo, es la psicosis imbuida por el Sistema. Toco, beso, respiro y como a diario, a veces en condiciones adversas, y nunca había sufrido una paranoia de esa naturaleza y calibre. Pero ahí está, y el pánico llamando a las puertas del pericardio.

He de intentar despejarme, distraerme. Pido permiso y voy a desayunar. Los temores adquieren tintes de terror mientras me acerco a la entrada del bareto. Imagino el microorganismo (que para eso es micro) abriéndose paso en el angosto capilar del ojo, para acceder al torrente sanguíneo y comenzar la infección. La guerra en la que no se hacen prisioneros por ninguno de los dos bandos. Echo el azúcar, remuevo. La fiebre puede ser el primer indicio. Pongo el aceite intentando acertar en las pequeñas incisiones hechas al pan. Después puede que me cueste respirar. Un sorbo de café para bajar el miedo al estómago. Me sienta bien. Observo alrededor y llega la evasión, mastico sin prisa.

Qué le debo. Es uno cuarenta. Toma. Tu vuelta, perdona la calderilla pero no tengo cambio. Da igual (miento).

De regreso, vuelta a empezar. La sospecha, el mira-que-si..., y las emociones descontroladas.

Y caigo en la cuenta. Paz, al fin. Sonrío, mentalmente primero, explícitamente después y camino con el ánimo renovado y por fín libre de dudas. ¿Estornudos? ¿besos? ¿contacto físico?. Si, es posible que jueguen un papel en el mecanismo de transmisión de las gripes. Pero han obviado el que será vehículo principal: el dinero. Y digo obviado, que no olvidado. Porque incluirlo como agente transmisor influiría, ni más ni menos, que en el consumo y, por ende, en la jodida recuperación económica. Nunca pensé que diría ésto: ¡viva la Visa Bronce!

Imagen tomada de http://www.risaysalud.com/imagenes/sonrisa%20con%20broches.jpg