lunes, 29 de junio de 2009

De Obras

En beneficio de millones de seres humanos que sobreviven en condiciones míseras, espero que la Obra de Vicente Ferrer no tenga un solo aspecto en común con la Obra de José María Escrivá.

Imagino que jamás opinaron públicamente el uno del otro, o si en el otro barrio habrá un "Tómbola" en donde ponerse mutuamente a parir tras enviar la pertinente invitación al perpetrador del Opus, dirigida a las mismísimas entrañas del Infierno.

A la Iglesia Católica le ha dado pereza desempolvar las trompetas de Jericó sólo porque la ha palmado un desertor, aunque también cabe la posibilidad que intuyeran que al difunto se la traía al pairo, tanto la consideración de tan insignes odres de esperma cuajado y colesterol, como la muy remota posibilidad de traducir ese hipotético reconocimiento en un proceso de santificación.

No, definitivamente, Ferrer no llegará a santo.

Y no llegará porque si predicaba, era con el ejemplo. Porque si tocaba a un niño, era para curarle, no para herirle. Porque su Dios no estaba en los altares, en los desfiles, en el dolor o la entrepierna, sino en las manos y en el pan. Porque no juzgó a los otros por lo que eran, sino por lo que podrían llegar a ser. Porque creía en la educación como fuente de humanidad, no de ingresos. Porque en los árboles de su ciencia no existían las frutas prohibidas. Por dejar patente que el amor y la solidaridad se ahogan en los vapores de incienso.

Pero hay un motivo esencial por el que su imagen no llegará a compartir nicho con el Santo de los Banqueros: haberse hecho unas cortinas con la sotana y traer al mundo cuatro hijos. Tres biológicos, y un cuarto encarnado en la demostración de que existe un modelo económico y social viable de inspiración marxista.

La Iglesia quizá le condonó su juvenil filiación revolucionaria; y su alineación con la República; y que utilizara la Compañía de Jesús para sus fines personales, para más tarde truecarla -o trocarla- por una suculenta sajona y alma gemela. Quizá.

Pero no habrá penitencia que compense a la Iglesia Católica de la afrenta infringida por los intensos vientos de esperanza levantados en Anantapur, llegados al Vaticano como un temido levante que alza sus oropelados faldones para descubrir una vez más, a la vista del Mundo, sus partes bajas, fétidas, atrofiadas y pudrendas.

La Obra de San José María Escriva tomó hombres y mujeres libres, y los convirtió en esclavos. La Obra de Vicente Ferrer -a secas- tomó esclavos, y los transformó en hombres y mujeres libres.

Quizá por eso los grandes hombres perviven en las tertulias de los sabios, y los santos en los chuchicheos de las beatas. Así que, adios a la santidad. Pero bienvenido a la Historia, Father.

(c) Diario El País.










Busqué una fotografía en compañía de un Papa
pero me ha sido imposible localizar una. Si algún
amable lector dispusiese de una, agradecería su
aportación.