miércoles, 6 de octubre de 2010

Que el Capitalismo acceda a considerarla como un derecho del empleado, es el síntoma más evidente del carácter inofensivo de la huelga.
Philip Kargan Stoiber

Yo y los exoplanetas

Image courtesy L. Calçada, ESO
Uno no suele ser consciente de lo que tiene, hasta que lo pierde. En tal sentido, nuestro planeta viene a ser un auténtico grajo blanco en el Universo. Lo sé porque lo sé, como dijo el otro. No es que sea único, pero sí es, probablemente, uno de los pocos. Acertaríamos al considerarlo como encontrar la pareja perfecta, la que reune todas y cada una de las condiciones que anhelamos o precisamos para considerarnos, si no completa, sí muy razonablemente felices.

Los científicos del ramo nos han sorprendido en días pasados asegurando el hallazgo de un planeta cuyo tamaño es el tripe del nuestro, pero que denota, ya de lejos, unas características personales remotamente parecidas a la Tierra. Y sin embargo, no gira, que habría dicho Galileo. Es decir, se trataría de un mundo achicharrado por una cara, que siempre muestra a su sol, y helado por la otra, lo que dejaría una estrecha franja de tierra que podríamos tomar por habitable desde el punto de vista terráqueo.

Sería un lugar sin atardeceres, lo que, ya de entrada, excluiría a los poetas. Los aventureros sólo tendrían una dirección para dar la vuelta al mundo. No funcionarían los relojes de sol, y éste acabaría pareciéndonos el ojo del Gran Hermano de George Orwell. Y nuestro peso sería el triple de aquel al que estamos habituados, por lo que nos veríamos obligados a ver mucha más tele.

Pequeños inconvenientes que, ya para empezar, lo convierten en un lugar poco recomendable si hay donde elegir.

Otros candidatos sí gozan de rotación propia, pero a velocidades que lo hacen parecer una peonza, o su reducido tamaño no permite la retención de atmósfera, o su estadio geológico es muy primitivo y la cosa está que arde, o se le ha pasado el arroz y su piel es árida e improductiva, o se encuentran demasiado cerca, o demasiado lejos de su estrella. O ésta es excesivamente grande, o muy pequeña, o el tipo de radiación que emite perjudicaría incluso al mismísmo Camps... Todo ésto, en la Tierra, es impensable.


Así que echamos una ojeada a nuestro alrededor, y nos alegramos de que el día tenga 24 horas, aunque a algunos nos vengan cortas. Y que las temperaturas medias oscilen sólo 30 grados centígrados. Y que su órbita elíptica y la inclinación de su eje nos proporcione hermosas primaveras y estimulantes inviernos. Y que la misma Tierra nos haya constituido de forma tal que podamos habitarla, olerla, comerla y beberla a placer. Es como si un perro se hubiese proporcionado sus propias garrapatas.

No ha sido, por parte de la Tierra, una decisión acertada. Pero así es. Gaia siempre peca de confiada, de buenaza, y a mí se me antoja más bien parca de entendederas y escasamente previsora. Tontorrona, por hacerse de huéspedes tan desagradecidos.

En este pequeño oasis del Cosmos, no se nos ha ocurrido nada mejor para pasar el rato que inventar Wall Street, el Tamagotchi, Windows Vista, el fuego, Margaret Tatcher y Ronald Reagan, las revoluciones populares marxistas, el tabaco, el golf, la hipoteca, el chicle, la religión, la caza deportiva, el Farmville, el aceite hidrogenado, Auschwitz, el crinoline, el spam, el gas mostaza y el agente naranja, facebook, el Jubileo, el segway, la silla eléctrica, Paulo Cohelo y su "Manual del guerrero de la luz", el Título VIII de la Constitución, el perrito pekinés, las bocas de garaje, la heroína, el espectáculo multimedia de la Mezquita de Córdoba, el Euro, el ku klux klan, la gastronomía molecular, Pluto Nash, el Hummer y la tauromaquia.

Sobre éstas y otras banalidades por el estilo meditaba hace unos días. Concretamente la noche del 28 de septiembre. Había asegurado por la mañana que no secundaría la huelga del día siguiente, y mi decisión continuó inamovible hasta ese momento.¿Motivos? los ya conocidos. Los sindicatos vendidos, el paro general convocado con meses o años de retraso, el posible complot de los inteliagentes sociales en una operación programada de marketing político con lavado y aclarado, y toda la ristra de tópicos que iban a convertir al día 29 en el Día Mundial de la Silicona, y poco más.

La certeza sobre el desarrollo del día siguiente seguía ahí. Pero me imaginé en la cola del paro, sin perspectivas, y a José Luis Rodríguez Zapatero gobernando la estrecha franja habitable del exoplaneta a golpe de sms de Ángela Merkel que siempre comenzaban con un "ahr tnes ke rcrtar...". Y entendí que, a pesar de los pesares, había que ponerse en marcha. O no ponerse, mejor dicho.

Así que azuzé mis oxidados efluvios revolucionarios, y el día 29 me desperté a las diez de la mañana, con once horas dormidas como un bendito. Y me duché. Y me perfumé con O'Dshudor Dobrero sintético. Y a las doce entraba en la manifestación callejera, techada de pancartas rojas y blancas como un panfleto de electrodomésticos. Y me tropecé con cuatro gatos conocidos, a los que me uní. Y no coreé eslogan alguno porque hace una eternidad que no me quedan eslóganes creíbles. Me dejé la fe y la ideología en casa, y asumí mi condición transitoria de bulto entre los bultos. Llegados al lugar de reunión, una voz oronda, animosa y amplificada dice "Bieeenvenidos...". Joder, Miguel Ríos ahora, no...

Discursos sucesivos, soflamas proletarias y trasnochadas. Mejor hago bromas con las muchas frases que lo permiten y me río de mi sombra; todo por no subir al estrado y sacudirle al aprendiz de Che de los Pedroches que se dirige a la escasa multitud como si se dispusiera a tomar la Bastilla.

La revolución acabó abruptamente. Con las convicciones deshilachadas y más bien pocas ganas de quedarse ni un cuarto de hora más para una cerveza, se van enrrollando las pancartas y cada mochuelo enfila el camino a su olivo.Apuesto a que en un futuro lejano, los participantes del 29S seremos beatificados civilmente, como corresponde a quienes sacrificaron todo lo que, por término medio, hoy día cualquiera está dispuesto a sacrificar por sus creencias y la justicia. Cien euros y un día de cotización a la seguridad social; y a la mayoría les pareció un precio excesivo.

Ése fue el día de los falsos motivos. Y es que, a fuerza de ser engañados, estamos aprendiendo a engañarnos a nosotros mismos.