sábado, 19 de julio de 2008

Quien no se consuela...


Si la superstición cuenta con un enemigo imbatible, ése es la ciencia. La Curia confinó el conocimiento durante casi mil años tras los infranqueables muros de los monasterios, sembraron en el pueblo la semilla del analfabetismo y la ignorancia, el fanatismo y los dogmas de fe, los tres candados concebidas para sujetar las cadenas del pensamiento. Con todo éxito.

Tantas molestias tomadas por aquéllos que dedicaron –y dedican- su vida a la ciencia y la investigación no son gratuitas. Roma sabía, como lo sabe hoy, que ni los políticos, ni los revolucionarios, ni siquiera los apóstatas y acérrimos rebatidores de las religiones, representan objetivamente ningún peligro, de forma que en el momento hodierno, sus arengas y pataletas son olvidadas o tratadas como simples anécdotas, aunque un comentario desafortunado daba con tus huesos en la cárcel o la hoguera, en otros tiempos.

Pero el miedo de los Papas sigue ahí, latiendo más intensamente que nunca teniendo en cuenta que el análisis e investigación científica prospera en progresión geométrica, de forma que paran los golpes como buenamente pueden, admiten a regañadientes los hechos empíricos demostrados irrebatiblemente por la ciencia, al tiempo que los teólogos hacen horas extras componiendo las mentiras con aureola que harán encajar, precariamente y con fecha de caducidad, el Ambiguo Testamento con la paleontología, la geología, la antropología y la cosmogonía.

Al día de hoy se conforman con no hacer el ridículo en el teatro globalizado del mundo sabiéndose como se saben vigilados por personas y organizaciones de talla intelectual muy superior a la suya, no siendo pocos los sacerdotes católicos que, a modo de infiltrados, ejercen la investigación científica parapetados en la “búsqueda de dios en su propio lenguaje”, última adquisición conceptual de la doctrina católica, que acapara para sí una vez más aquello que más pronto que tarde, caso de nadar contracorriente, acabaría venciéndola.

Así que, en vista de que el Big-Bang es imparable y las ciencias que se ocupan de la dinámica del universo casi no dejan lugar a dudas en cuanto a la constante expansión de la materia cósmica, el aparato de marqueting vaticano, a través de un sacerdote-científico dedicado, como decía, a tergiversar en la medida de lo creíble –para y por los adeptos- las novedades traídas por el trabajo de muchos hombres de ciencia, explica de un soplido la expansión del universo de forma que, en realidad, se trata de Dios en persona, que todos los días echa un rato de faena y va creando espacio y rellenándolo con galaxias, media docenita al día para no estresarse.

El plagio y la manipulación, lejos de causar el lógico rechazo, atrae como a mosca tras boñiga a toda una estirpe de tipejos chupafajines. En este caso se trata de un tal J. Templeton, individuo que no contento con ser el más significativo precursor de la globalización, el abaratamiento de los costes de producción mediante su traslado a países subdesarrollados, experto en la usura comercial, cuya inmensa fortuna ha sido acumulada sobre los países derruidos o perdedores de la II Guerra Mundial, y que ha acabado afincado en un paraíso fiscal no sin antes ser nombrado Caballero Británico por Isabel II. Tal distinción debida, sin duda, a sus méritos profesionales, consistentes básicamente en robar entre oraciones. Pues bien, decía que se trata del benefactor y encargado de revestir con colorido plumaje –predominando el verde dólar en forma de millón y pico de euros- al sacerdote/astrofísico, a través del otorgamiento del premio que lleva su nombre, Premio Templeton para el progreso de la religión. Preciosa perla para la Humanidad.

Tal vez no esté lejos el día en que las sotanas se hagan acreedoras de premios Novel por sendas interpretaciones jehovescas de las leyes físicas fundamentales. Todo el mundo sabe quién cortó el rabito de la manzana que iluminó a Newton. Dios, por supuesto. Y que es la mano del altísimo en persona quien frena la luz evitando así que salten los radares celestiales de control de velocidad, quedando así limitada a 300 mil kilómetros por segundo.

Y qué duda cabe que el hilo invisible que une los planetas con los soles está sujeto por una lazada hecha personalmente por Alá, que para esas cosas es un manitas.

La enfermedad degenerativa que mantiene a Stephen Hawking en estado semivegetativo es, en realidad, un don divino otorgado en aras de procurar la dedicación exclusiva al conocimiento de dios a través de la ciencia, evitando así las distracciones de la carne.

En definitiva, quien no se consuela es porque no quiere.

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