viernes, 20 de marzo de 2009

La escritura gaseosa.

Se puede escribir con el filo de una navaja. Se puede escribir empapando una esponja en agua de rosas. O con los dedos, tras hundirlos en el corazón. Se puede escribir utilizando excrementos a modo de tiza. O mojando mentiras en el tintero. Se puede escribir mientras nos admiramos ante el espejo. También se puede escribir con sudor. Se puede escribir con el jugo de los sueños. Y con las purulencias que manan del dolor de un recuerdo. Incluso con los reflujos del sexo.

Y hemos aprendido a escribir con gas. Gas volátil, respirable, gas que ocupa sin llenar, el gas del lenguaje cómodo, de la verborrea fácil, la escritura al gas que llena las cuartillas impresas con discursos, el gas de la previsibilidad, la mezcla correcta de gases que ni sana ni mata, el gas del "yo no he sido", el gas que inventa futuros anclados en el pasado, el gas de la indiferencia disfrazada de devoción, el gas innoble de la nobleza, el gas de la amnesia que apacigua las masas.

La escritura gaseosa del que dice sin decir, del que clama por sus fueros pero no por sus dentros, del trapecista que nunca actúa sin red, del que tiene puertos pero carece de barcos, del insípido pavo real llorando emocionado el eco de su propia voz, del que no tiene platos que romper, del que se disfraza de garantía versicular.

Para éstos, para los escritores al gas, el mundo es una lista de la compra, una carta a Melchor. Escriben con el lánguido tañer de una campana, con el golpeteo mecánico de un herrero, dando idéntica forma a cada pieza, sólo para arrojarla después al montón en donde será imposible distinguirla de las demás. Escribir al gas implica militar junto a quienes ocultan las salidas, desacreditan las soluciones y sepultan la esperanza en un oscuro mausoleo construído con las frías piedras sobre las que se escribe la Ley.

El alias es el eterno enemigo de la honestidad. Y, por una vez, siento deseos de firmar. Será que, también yo, he escrito al gas.