viernes, 2 de mayo de 2008

FEUDALISMO SIGLO XXI


Mira que decirle a los escolares que el Feudalismo acabó con la Edad Media… ellos, los críos, entre que a la mayoría les importa poco el tema, y que no saben aún de la misa la mitad –gran parte puede tampoco llegará a saberlo, por simple ignorancia unos o por propia elección otros-, se quedan tan frescos. Y el profesor, igual.

Claro que, cómo explicarles a los angelotes que lo único que diferencia la actuación de los Bancos con la de los nobles de la Edad Media –y no estoy del todo seguro- es el derecho de pernada que éstos ejercían como un débito más de sus siervos para con sus insignes personas.

O es que alguien puede sobrevivir hoy sin mantener una relación continuada con un banco, sin someterse a las condiciones que imponen, sin que cada uno de los aspectos de su vida se traduzca en un minúsculo e ininteligible pliego de condiciones que otorga a los bancos un poder tal sobre nuestra existencia que, de ser conscientes de ello, buscaríamos posiblemente un camino alternativo, por disparatado que nos pudiese parecer.

De todos los elementos que integran el medio social en que nos movemos, el banco es el más mimado, el más ponderado, el más venerado por el Estado, que es, al fin y al cabo, el sumo catalizador de todas las complicadas relaciones que marcan la deriva tanto del Primer como del Tercer Mundo. O debería serlo.

No se puede formar parte de la clase media occidental sin rendir pleitesía a los bancos. Y esta certeza es aplicable no sólo a los asalariados, sino a la totalidad de las instituciones y, como se eufemiza (¿me he inventado el verbo?) hodierno, agentes sociales, políticos, sectores productivos y especulativos, que como decía, engarza hasta con las más profundas raíces de los Estados, sean esto de la naturaleza jurídica que sean.

Harazem se estará riendo, pensando que son éstos los primeros efectos secundarios graves de las perniciosas lecturas que el muy canalla recomienda. Pero prometo que ya venía de antes.

A pesar de que la cosa no pinta bien, dado que ni el mismo y omnipotente Estado es –o, simplemente, no lo desea- capaz de escapar al feudalismo de los bancos, podríamos dar por sentado que estamos atados de pies y manos, perdidos sin remisión. Y en cierto modo es así, sin olvidarnos que mucha gente –y siempre que me refiera a gente lo estaré haciendo a la clase media- necesita desesperadamente de esta dependencia de la banca ya que es consciente de que es el único camino posible para cumplir los sueños inducidos por la sociedad de consumo.

Por otra parte, la relación con los bancos no es forzosa en todos los casos. Cuando se trata de potentados, dicha relación es de simbiosis, como es fácil intuir, por lo que ni siquiera merece la pena entrar en detalles.

En definitiva, cuando de gente corriente se trata todo se reduce a dos opciones, dos actitudes: o bien formamos parte del sector pseudo-no-pensante de la sociedad (opto por el prefijo pseudo porque no creo que sean auténticos descerebrados, sino que eligen inconscientemente no pensar), o bien decidimos firmemente morir peleando, aunque que estemos seguros que tal heroísmo jamás será reconocido públicamente ni servirá, en la práctica, absolutamente para nada.

Si nos decantamos por la segunda opción, conviene no andarse con medias tintas, y tener claro desde el primer instante que, pese a lo intranscendente de nuestras finanzas domésticas en el seno de la macroeconomía de Zapatero, hay ciertas decisiones que, si cundiese el ejemplo, harían pupa a los modernos Orduños y Olmedos, que con la prepotencia característica de su señorío feudal, ni cabe en sus asesoradas entendederas que podamos resistirnos a sus exigencias. Así que, en primer lugar, se impone la previa pérdida del sentido de ridículo, lo que nos hará inmunes a sus aristocráticos y subliminales intentos de manipulación y posterior extorsión.

Es conveniente, por ejemplo, reducir a una o ninguna ese producto del feudalismo moderno que son las tarjetas de crédito. Ignoro porqué, pero cada vez que me niego a contratar una tarjeta VISA-ALUMINIO totalmente gratuita para toda la vida y sin obligación de uso, a la pobre comercial-telefonista le da un soponcio, finge que le resulta imposible entender mi empecinada negativa y acaba colgando bruscamente, tanto que me parece escuchar un eco así como tú te lo pierdes, capullo. Y tanto que me lo pierdo. Pero el que ofrece algo es porque necesita colocarlo, luego no soy el único que pierde, y con eso ya me conformo.

Los seguros. No voy a vender que sean un producto negativo o absolutamente innecesario, pero cabe la posibilidad de que podamos cubrir las exigencias básicas con bastante menos de lo que tenemos contratado y, por supuesto, intentando no utilizar bancos, sino compañías de seguros, que son otras que tal, pero en este caso se trata de hacer la puñeta a los Nobles. De los Hidalgos ya hablaremos.

Por supuesto que esta actitud no nos saldrá gratis, pero suponemos que si vamos a dar la batalla, habrá bajas, aunque sean mínimas. Si despreciamos los ya habituales seguros multirriesgo del hogar y asumimos que pagaremos de nuestro bolsillo los más que improbables cristales rotos –en sentido literal- de nuestra choza, que será nuestro fontanero de cabecera quien nos cambie la zapata del grifo o valoramos las probabilidades de que se estropee la cerradura, la primera victoria será desconcertar al agente de seguros –esas caritas son impagables- y la segunda, pagar unos euros de menos en el recibo, que dejarán de ingresar en las opulentas cajas de las aseguradoras. Victoria simbólica que, multiplicada por cientos de miles, sería un auténtico golpe de mano y una lección de sentido común a esas personas jurídicas que nos toman por idiotas.

Volviendo a los bancos y para terminar, éstos obtienen el grueso de sus magras ganancias justamente de las economías domésticas medias, a través de multitud de lo que ellos llaman productos y que se traducen en sencillas operaciones en las que o invertimos parte de nuestro dinero, u obtenemos un bien de consumo en lo que ahora se denomina plazos sin interés. Como ni soy de letras ni soy de ciencias –en realidad soy de Zamora- pues siento no poder ofrecer una explicación racional al motivo por el que los bancos imprimen miles de folletos con tipos de generosa sonrisa sobre una corbata roja ceñida sobre cuello de camisa blanca que, sobreexpuestos en la foto de un transatlántico y una isla tropical, nos explican en cortos rótulos que saben que no tenemos un duro, que nunca lo tendremos, y que sin su desinteresada ayuda nos morimos sin tomar un mojito en la cubierta del Queen-Mary, o sucedáneo.

Resumiendo, un banco es una sanguijuela, y hay que tener claro que si se acerca a nosotros es para chuparnos la sangre. Por tanto, siempre que podamos permitírnoslo, decirle NO a un banco es atizarle donde más le duele. Y de éso, precisamente, se trata.