domingo, 9 de agosto de 2009

La mano que tenía vida propia

No sé si alguna vez han observado Uds. una de sus manos. Si las vigilan el tiempo suficiente, tal vez la sorprendan en un movimiento que el cerebro no le ha ordenado. Al menos, no con el beneplácito consciente de Ud.

La mano acompaña la conversación con ademanes explicativos, determina tamaños -dentro de sus posibilidades-, zanja asuntos simulando el tajo de un cuchillo en el aire, se entrelaza con su compañera simbolizando la victoria a través de la cooperación, se alza y agita sobre la cabeza para hacerse visible y llamar la atención, se frotan para producir cierta familiaridad que mitigue la timidez; en la incertidumbre hacen de avanzadilla de los sentidos para percibir o proteger, surgido el dolor, la mano se dirige instantáneamente a su localización para aportar calor, a pesar de que su presencia resulte inútil las más de la veces, etc. etc.

Ha sido éste último supuesto, el dolor, el que me ha llevado a ésta y otras reflexiones.

El intenso dolor físico experimentado durante la última semana ya ha remitido, después de la extraordinaria fiesta de sensaciones a la que asistí ayer, con mi propio cuerpo como anfitrión. Mis manos acudían raudas al lugar del dolor, quizá para proteger, para eludir, para detener aquellas otras manos certeras y profesionales que multiplicaban el dolor -por mi bien- por factor diez, en un estupendo marco clínico donde la anestesia era una utopía. Sobre una escala de 10, el dolor 7 raya la insoportabilidad.

En días pasados, cuando el índice normal estaba en 4-5, intenté escribir, describir lo que sentía para no olvidarlo. Entre las sacudidas, llegaban las definiciones, que la siguiente oleada el dolor borraba como si nunca hubiesen existido. Pero siempre pendiente de las manos. Ahora cerradas en puño intentando enviar tensión para resistir, ahora agitándose como alas para escapar, ahora golpeando en cualquier lugar para dar muerte simbólica al agresor, ahora clavadas en carne sana intentando sustituir un dolor fortuito por otro voluntario, por aquéllo de que todo quede en casa y que a mí sólo me pega mi Pepe.

Esta situación especial del cerebro y los sentidos puede ser aprovechada para entrar en campos que, normalmente, nos están vetados. Pensé en pedir a alguien que anotase lo que le fuese dictando, pero temí que otro alguien me pidiese cama en el psiquiátrico. Desistí. Intentar explicar el misticismo que me poseía hubiese sido peor.

He de decir que, llegado un momento crucial, comencé a repasar mi lista de dioses para experimentar diversas encomiendas, y no porque tuviese fe en los resultados, sino que en esos momentos no tenía nada mejor que hacer, y me pudo la curiosidad científica. Mis glándulas reaccionaban por doquier y vertían al torrente sanguíneo toda clase de sustancias misteriosas con fines desconocidos, aunque existe una, cuyo nombre no recuerdo, que nuestra bioquímica guarda celosamente para momentos especiales. Es producida durante la excitación sexual, y es el mejor analgésico que un farmacéutico idealista pueda imaginar. Procúrese el motivo adecuado, y adiós a la migraña, lumbalgia o cólico nefrítico -éste último supuesto está sin documentar, pero impacta ¿verdad?-

Así que recordé una estampita del corazón de jesús, y situela al pie de mi cama imaginando que derrochaba amorosa analgesia con la mirada sobre mi cuerpo torsionado por los caballos de Sansón. Examiné mi ego para comprobar si me sentía, o no, más digno, más persona, si el dolor estaba elevando la cotización de mi espíritu. De pronto, la imagen de la estampita borró la celestial sonrisa y dibujó una mueca que no había visto ni en las peores tomas falsas del rostro de Rouco Varela. Un horror. Mi cerebro creaba ilusiones para distraerme del dolor. El espejismo dejó claro que si quería librarme del tormento, tendría que eliminar radicalmente este blog y crear otro, esta vez ultracatólico, cuyo título rimase con "ida" o "tanes". No entendí el métrico capricho, pero estaba claro que el fantasma proyectado por mi subconsciente intentaba chantajearme al más puro estilo Torquemada.

Ví la oportunidad de demostrarme que los mártires y beatos no iban a ser más que yo, y aunque nunca se me reconozca el mérito, no renegué de mi blog y me dispuse a afrontar el castigo final. Tras un respiro de mis saturadas conexiones nerviosas y sensitivas, la imagen se esfumó.

Al comenzar el siguiente embite de retorcido dolor, invoqué mientras aún me quedaba un ápice de voluntad, al reputado Mahoma. Mi situación era poco menos que desesperada. Pero no sabiendo cuánto tardaría en remitir el ataque, intenté dibujar al pie de la cama al mismísimo Alá. Y, sorpresa. Resulta que Alá es... nadie. Mientras los católicos se han preocupado de personificar y dotar de forma cada uno de sus ídolos, echando así una mano a la fe a través de la muy necesaria imaginación, los musulmanes han dejado en ese mismo punto un espacio imposible de llenar. Ni yéndome a la nebulosa llamada "el ojo de dios" encontré respuesta y, mucho menos, alivio. Me derivé hacia las vírgenes desnudas, que descarté de inmediato. No era el momento.

Entretanto, fuera, mis manos ya iban por libre. Impedidas por el superior mandato de mi voluntad a dirigirse al foco de dolor, aferrábanse y apretaban cuanto encontraban al tacto, incluidas otras manos, que se escabullían, crujidos los huesos por la crispación de las mías con un ilustrativo "¡coño, agárrate al hierro!"

Dentro, en mi cerebro cuasi enloquecido, descarté al obeso Buda, al que no ví en disposición de ayudar a nadie; tanteé los dioses egipcios, con tan mala fortuna que recordé la película en la que quedaba demostrado que se trataba de simples extraterrestres abusones. Tampoco servían. Igual que Odín, que tenía por fama una mala ostia comparable tan sólo a la de Yavéh. Con éste último ni me atreví, dada su veleidad, que algunos confunden tontamente con incompetencia. Pospuse pues la solución de este dilema en particular.

En los dioses del Olimpo no creían ni los mismos griegos, cuya mitología tenían en idéntica consideración que en la actualidad goza "El Tomate" ó "Dónde estas, corazón".

De vuelta brevemente al exterior, una voz dijo, ante mi desesperación,

- ¿qué te hago?

- O me das morfina, o dos tiros. Tú eliges (conseguí jadear)

La voz descartó la pistola, como evidencia este post, y una vez extirpado el mal, los calmantes intravenosos hicieron su trabajo.

Hay personas a quienes el dolor "les pone". Otros a quienes les eleva a moradas superiores donde entablan relaciones con entes etéreos. Para otros es un camino de perfección.

Pero me reafirmo en que a otros el dolor, simplemente, nos duele, nos conduce a un estado irreflexivo, casi animal, nos degrada y nos sume en la desesperación. Me encontré solo, metafísicamente hablando. Ningún ángel acudió, ningún espíritu, ni santo ni cazurro, me envolvió, ni vírgenes ni furcias hicieron acto de presencia, no experimenté tendencia alguna a dirigirme a ser sobrenatural alguno.

Sólo los seres humanos que se encontraban a mi alrededor debo mi salvación, prestándome su ayuda, el alivio del contacto con su piel, su paciencia, su comprensión, su profesionalidad y saber. Y, sobre todo, a mi Rubia.

Pero les juro a Uds. que allí no había nadie más. Nadie. O será que carezco de alma. Lo siento por mí.

Son mis manos, que vuelven a moverse sin mi permiso.