viernes, 29 de mayo de 2009

Aquel Señor se va a enfadar...

Una elegante salida atribuida a Gabriel García Márquez decía “lo más importante que aprendí después de cumplir cuarenta años fue a decir no, cuando quería decir no”. Es una de las hazañas que tengo en “tareas pendientes”, más que nada por el considerable esfuerzo que me supone decirle “no” a quienes reúnen los requisitos fundamentales que son: contar con mi afecto, y esperar que diga “si”.

Por el contrario y aunque me ha costado lo mío, sí he aprendido a odiar. Durante la adolescencia uno cree que odia. Odia a fulanito, una comida, una rutina, odia a uno de sus padres o a los dos al unísono, odia no saber qué le pasa, odia la incertidumbre, odia su virginidad, o cualquiera de los cientos de objetos de odio posibles por ese entonces. Se trata de una era donde el odio es fácilmente confundible con el miedo o los anhelos.

Es muchos años después cuando se puede llegar a comprender que, en realidad, nunca se ha odiado como Dios manda. Y lo más sorprendente sobreviene cuando estamos en situación de concluir que no se odian los objetos o los animales. A éstos se limita uno a desestimarlos, ignorarlos, excluirlos de nuestra lista de elecciones.

Se odian las personas o, más concretamente, lo que representan esas personas, su actitud y lo que la interacción con ellos puede perjudicarnos. Se puede odiar en todos los ámbitos, en todos los roles que desempeñamos siendo, por ejemplo, peatones, espectadores, obreros, cuñados, conductores, padres o contribuyentes. Da igual, siempre entra en escena un personaje o personaja que se hace inmediatamente acreedor de nuestro odio.

Se me ocurre, sin ir más lejos, acordarme del que abandona las glorietas cruzándose -en actitud entre temeraria y vacilona- desde el carril interior; del empleado público que, apoyado en una máquina copiadora, nos invita a volver mañana con una fotocopia del DNI; del que mastica palomitas a destajo mientras desgarra latas de refresco en el cine; del que nos da con la puerta del ascensor en las narices dos metros y medio antes de alcanzarla; del que convierte una simple operación de cajero automático en una cita con cena romántica, velas, copa, puro y polvo; del capataz de obras públicas que da la faena por concluida dejando un escalón de cinco centímetros en el asfalto; del que pide educadamente a su cachorro que deje de berrear en público, mientras te señala con el dedo y le susurra "o aquél señor se va a enfadar"; del corrillo de encontradizos reunido en las aceras estrechas, ajenos al embotellamiento que se está formando tras su ameno tapón...

Sólo me reconforta imaginar cuántos me odiarán con la misma intensa espontaneidad. Sobre todo ahora, que les he desenmascarado públicamente.