viernes, 14 de marzo de 2008

Y TÚ ¿DE QUÉ VAS?

Seamos objetivos. Seamos realistas. Seamos lógicos. Y también consecuentes, a poder ser. Constituciones, Cumbres, Tratados, Manifiestos, Estrategias, Comisiones, Gabinetes, Consejos, Comités, Conferencias y Congresos con denominaciones tan pomposas como eufemísticas, las más de las veces, y concebidas cara a la galería como herramientas para determinar el enfoque idóneo de un asunto. Hasta aquí la teoría, el marketing. Pero qué hay, en realidad, detrás de cada uno de estos instrumentos y todo cuanto cada uno arrastra tras de sí. Sin ir más lejos y por empezar por el primero… ¿cuál es el grado real de aplicación de, por ejemplo, nuestra propia Constitución? Todos tenemos derecho a un trabajo digno. ¿Todos los españoles tienen un trabajo digno? Todos tenemos derecho a una vivienda digna. ¿Todos los españoles tienen una vivienda digna? Todos somos idénticos ante la Ley ¿Todos los españoles son iguales ante la ley? Es evidente que, en la práctica, no es así. Como también lo es que las Instituciones encargadas de materializar tan básicos principios han renunciado tácitamente a cumplir con su propia finalidad. ¿Alguien recuerda ya el tratado de Maastrick? ¿los acuerdos adoptados entre oropeles, fastos y relumbrones, alguien sabe si fueron materializados siquiera en un 50%? Acuerdos resultantes de la “cumbre” de Kyoto; sin comentarios. La misma existencia y funciones de la ONU; organismo inoperante, en la práctica. Las miles de conferencias y congresos destinados a concienciar sobre el maltrato doméstico justo a quien no ejerce tan criminal actividad. Los sucesivos planes estratégicos para las grandes ciudades, la nuestra entre ellas. ¿Son sus conclusiones tomadas en cuenta y obran los políticos en consecuencia? Y si no lo hacen, ¿por qué no pagan de sus bolsillos las decenas de millones que cuesta redactar cada uno de ellos? ¿alguien puede hacer una somera valoración de lo que vale poner en movimiento a cientos de políticos de todas las administraciones, diplomáticos, jefes de estado y los correspondientes séquitos de cada cuál, ingentes cantidades de dinero y recursos humanos descomunales para garantizar la seguridad de tanto jerifalte para que todo quede finalmente en agua de borrajas? Declaración Universal de Derecho Humanos. Los derechos de cuántos seres humanos están protegidos realmente en el planeta. ¿Un 20, un 30%? ¿y el resto? O bien no son seres humanos, o bien al resto nos importa un pimiento. El despliegue de cinismo que conlleva todo ésto nos haría enrojecer a poco que nos lo planteáramos de una forma serena y objetiva. Y, aún así, los profesionales del Derecho van más allá en sus aspiraciones de parir constantemente topías ilimitadas, y se entretienen en idear una “tercera generación” de derechos humanos, cuando aún está pendiente de hacer extensiva a la mayoría incluso la primera generación de tales derechos. De que las leyes son imprescindibles no creo que quepa la menor duda, pero de que son el arma de doble filo y rasero más peligrosa ideada por el Hombre, creo que tampoco. La ley, todas las leyes, han enviado a la tumba o a la miseria a tantos inocentes como las más cruenta de las guerras abiertas. Y no basta con concluir que el Sistema, aunque imperfecto, funciona. Por que no es cierto. Funciona mediocremente para tres o cuatro décimas partes de la población mundial, pero el resto no es sino víctima de ese mismo Sistema. Y los representantes salidos de las urnas en Occidente siguen fingiendo que luchan, que trabajan, que los generosos emolumentos que entre todos les pagamos sirven para algo. Y aparentan que luchan contra el hambre, contra la guerra, contra el nuevo “enemigo global” que han registrado con el nombre artístico de “cambio climático”, contra la desigualdad social, por la libertad, por ese término comodín y cada día más lejano e indefinido que es “democracia”. Pero la realidad es que ya nadie aspira a cambiar el mundo. Sólo a retocarlo muy superficialmente. La inercia social y política de Occidente en los últimos dos siglos es tal, que ha arrastrado con ella al resto de mundo en un proceso de globalización que está extendiendo inexorablemente nuestros defectos sociales a todos los rincones del planeta. Y el caso es que, mientras nosotros viajamos en un cómodo y amplio carro, la mayor parte de los países o bien avanzan tras de nos atados de las muñecas y arrastrados violentamente por el suelo, o bien los utilizamos como bueyes de tiro.

Los sucesivos esquemas socio-económicos fracasan uno detrás de otro en el transcurso de nuestra historia por la sencilla razón de que son hombres quienes los regentan, quienes los administran.

El mundo iba a ser otro tras la revolución francesa o la soviética, la lenta sustitución del feudalismo, la cínica instalación del Cristianismo y el Islam como anexos imprescindibles para el Estado, o la luz al fondo del túnel de una revolución industrial que transformó a los seres humanos en piezas inhumanas de una cadena de montaje, limitadas sus perspectivas vitales a producir.

Muchos países son rescatados de dictaduras seculares y sus ciudadanos, ilusionados por quienes toman las riendas, confían emocionados en un mañana quimérico que jamás llegará. En la trastienda del sueño americano se hacinan miserablemente millones de seres humanos sin pasado, sin más futuro que una vida de perros hasta su muerte en cualquier estercolero. ¿Hubiesen apoyado los soviéticos de Gorbachov su reforma, de haber sabido qué les esperaba, quién les esperaba tras la reja del paraíso…?

Tal vez vaya siendo hora de asumirnos tal y como somos, desechar definitivamente la estampa romántica del ser humano como distintivo de racionalidad. Dejar caer la máscara y reconocer lo que somos puede adelantar nuestra, de todas formas, previsible desaparición, o crear un efecto tan inesperado como impredecible. Quizá valga la pena arriesgarse, aunque sólo sea por darle algo de emoción trascendental a la existencia.

ABUELA, ESTO ESTÁ DE MUERTE.

Bien mirado, una sociedad humana es un inmenso centro comercial donde todos vendemos y compramos de todo. De hecho, nos pasamos más horas mercadeando que dedicados a cualquier otra actividad. Vendemos trabajo manual, intelectual o mixto a cambio de vales oficiales con los que adquiriremos, compraremos, el trabajo manual o intelectual de otros (denominados "servicios", que son aquellas actividades que no sabemos o no queremos desempeñar por nosotros mismos), así como utensilios de toda índole, imprescindibles los menos, accesorios los más. Los técnicos llaman a este tinglado de dimensiones planetarias "sociedad de consumo". Los políticos, "estado del bienestar". Ambos, términos bien reputados. Pero ésto no va de consumismo atroz, ni capitalismo salvaje, ni de manso marxismo. La cosa es mucho más simple. Va de muerte.

En pocos días, haremos nuestras maletas y nos pondremos de acuerdo para subir a nuestros cientos de caballos turbo diésel y disponernos a empotrarnos unos contra otros a una velocidad media de 120 km/h, intentando denodadamente alcanzar el lugar donde consumir el servicio de ocio que hemos adquirido por una copla en Viajes Matón. Muchos quedaremos hechos una pena, más muertos que vivos, o sin el vivos, directamente. De ahora hasta entonces el Gobierno ya habrá desatado la campaña humanitaria de costumbre, con el capítulo de concienciación ciudadana a la cabeza, seguido de las medidas coercitivas poniendo al benemérito ejército en pie de guerra, apuntándonos con sus lápices y libretas, avergonzándonos bajo su mirada con visera verde, entre indiferente e inquisitorial, midiéndonos con sus radares. Apadrine un conductor.

Y en este punto es donde me asalta la duda y la certeza. La certeza está clara: dennos un motivo, y nos mataremos unos a otros sin rechistar. La duda me viene de arriba, como casi todas. El papel que juega el Estado en esta pescadilla con la cola atragantada.

Si en diez mil años no hemos conseguido aunar criterios y concienciarnos respecto a tres o cuatro principios sociales básicos, ¿porqué diablos derrama el Estado saliva y dineros en una causa históricamente perdida?

Veamos. Por cuatro perras, nos hacemos con un aparato que nos mide láser va, láser viene, toda una pared y nos coloca un cuadro, alineado en perfecta geometría con la cornisa del edificio de enfrente. O un aspirador que se ubica él solito en el piso, va y viene sin complejos, sin rozar ni la pata de una silla. Un toldo que se sube a la puesta de sol. Un climatizador que sabe cuándo nos tiritamos y cuándo nos abandona el desodorante. Un perrito mecánico adquirido en los chinos, que camina hasta el filo de la mesa y, en lugar de darse de morros contra el suelo, se para en seco y nos deja con las ganas. Montacargas sin piloto que te hacen una mudanza de seis toneladas sin pestañear, viendo mejor que usted o yo. Teléfonos que se envían entre sí videos guarros a través del éter. Y ya le digo, dispositivos mágicos que valen una miseria.

Que la idea de combinar estos mecanismos con los automóviles está aún inédita, pues oiga, no es ni posible, ni imposible, es sencillamente mentira.

Supongamos por un momento que un vehículo está capacitado para ver las líneas de la carretera e imposibilitado para pisarla. Que se detiene al observar que la cercanía de un obstáculo en su trayectoria está a punto de superar la distancia mínima de frenada, por 3 euros cada señal se tráfico puede incorporar un dispositivo bluetooth que obligue al vehículo que se acerca a limitar la velocidad a lo estipulado en dicha señal. En definitiva, accidente mortal evitado. De esta forma tan simple, una vez equipados por ley todos los vehículos con un costo no superior a 600 euros y menos si se incorpora de fábrica, los accidentes de circulación pasarían a los anales de la historia. 200 euros más de lo que el gobierno piensa regalar per cápita.

Ahora bien, la lista de sectores económicos a resentir sería larga, demasiado larga quizá para que ningún gobierno esté dispuesto a asumir los costes sociales. Miles de talleres mecánicos o de chapa y pintura de brazos cruzados, Aseguradoras obligadas a reducir sus tarifas a importes simbólicos, chatarrerías realquilando el espacio sobrante de sus solares, abogados y peritos al paro, ortopedias, descenso considerable en la venta de vehículos nuevos que sustituyan a los siniestrados, descenso drástico en los cuantiosos ingresos estatales en concepto de sanciones de tráfico, y un largo etcétera de sectores económicos que dependen directamente de los accidentes de carretera.

Así pues, mientras el gobierno se limita a reclamar de los conductores un sentido de la responsabilidad inexistente, la solución evidente e imprescindible es obviada por una sociedad que se alimenta, en parte, del hecho atroz de la muerte.