viernes, 14 de marzo de 2008

ABUELA, ESTO ESTÁ DE MUERTE.

Bien mirado, una sociedad humana es un inmenso centro comercial donde todos vendemos y compramos de todo. De hecho, nos pasamos más horas mercadeando que dedicados a cualquier otra actividad. Vendemos trabajo manual, intelectual o mixto a cambio de vales oficiales con los que adquiriremos, compraremos, el trabajo manual o intelectual de otros (denominados "servicios", que son aquellas actividades que no sabemos o no queremos desempeñar por nosotros mismos), así como utensilios de toda índole, imprescindibles los menos, accesorios los más. Los técnicos llaman a este tinglado de dimensiones planetarias "sociedad de consumo". Los políticos, "estado del bienestar". Ambos, términos bien reputados. Pero ésto no va de consumismo atroz, ni capitalismo salvaje, ni de manso marxismo. La cosa es mucho más simple. Va de muerte.

En pocos días, haremos nuestras maletas y nos pondremos de acuerdo para subir a nuestros cientos de caballos turbo diésel y disponernos a empotrarnos unos contra otros a una velocidad media de 120 km/h, intentando denodadamente alcanzar el lugar donde consumir el servicio de ocio que hemos adquirido por una copla en Viajes Matón. Muchos quedaremos hechos una pena, más muertos que vivos, o sin el vivos, directamente. De ahora hasta entonces el Gobierno ya habrá desatado la campaña humanitaria de costumbre, con el capítulo de concienciación ciudadana a la cabeza, seguido de las medidas coercitivas poniendo al benemérito ejército en pie de guerra, apuntándonos con sus lápices y libretas, avergonzándonos bajo su mirada con visera verde, entre indiferente e inquisitorial, midiéndonos con sus radares. Apadrine un conductor.

Y en este punto es donde me asalta la duda y la certeza. La certeza está clara: dennos un motivo, y nos mataremos unos a otros sin rechistar. La duda me viene de arriba, como casi todas. El papel que juega el Estado en esta pescadilla con la cola atragantada.

Si en diez mil años no hemos conseguido aunar criterios y concienciarnos respecto a tres o cuatro principios sociales básicos, ¿porqué diablos derrama el Estado saliva y dineros en una causa históricamente perdida?

Veamos. Por cuatro perras, nos hacemos con un aparato que nos mide láser va, láser viene, toda una pared y nos coloca un cuadro, alineado en perfecta geometría con la cornisa del edificio de enfrente. O un aspirador que se ubica él solito en el piso, va y viene sin complejos, sin rozar ni la pata de una silla. Un toldo que se sube a la puesta de sol. Un climatizador que sabe cuándo nos tiritamos y cuándo nos abandona el desodorante. Un perrito mecánico adquirido en los chinos, que camina hasta el filo de la mesa y, en lugar de darse de morros contra el suelo, se para en seco y nos deja con las ganas. Montacargas sin piloto que te hacen una mudanza de seis toneladas sin pestañear, viendo mejor que usted o yo. Teléfonos que se envían entre sí videos guarros a través del éter. Y ya le digo, dispositivos mágicos que valen una miseria.

Que la idea de combinar estos mecanismos con los automóviles está aún inédita, pues oiga, no es ni posible, ni imposible, es sencillamente mentira.

Supongamos por un momento que un vehículo está capacitado para ver las líneas de la carretera e imposibilitado para pisarla. Que se detiene al observar que la cercanía de un obstáculo en su trayectoria está a punto de superar la distancia mínima de frenada, por 3 euros cada señal se tráfico puede incorporar un dispositivo bluetooth que obligue al vehículo que se acerca a limitar la velocidad a lo estipulado en dicha señal. En definitiva, accidente mortal evitado. De esta forma tan simple, una vez equipados por ley todos los vehículos con un costo no superior a 600 euros y menos si se incorpora de fábrica, los accidentes de circulación pasarían a los anales de la historia. 200 euros más de lo que el gobierno piensa regalar per cápita.

Ahora bien, la lista de sectores económicos a resentir sería larga, demasiado larga quizá para que ningún gobierno esté dispuesto a asumir los costes sociales. Miles de talleres mecánicos o de chapa y pintura de brazos cruzados, Aseguradoras obligadas a reducir sus tarifas a importes simbólicos, chatarrerías realquilando el espacio sobrante de sus solares, abogados y peritos al paro, ortopedias, descenso considerable en la venta de vehículos nuevos que sustituyan a los siniestrados, descenso drástico en los cuantiosos ingresos estatales en concepto de sanciones de tráfico, y un largo etcétera de sectores económicos que dependen directamente de los accidentes de carretera.

Así pues, mientras el gobierno se limita a reclamar de los conductores un sentido de la responsabilidad inexistente, la solución evidente e imprescindible es obviada por una sociedad que se alimenta, en parte, del hecho atroz de la muerte.

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