lunes, 15 de marzo de 2010

Las ratas inocentes.

Andamos cortos de santos inocentes. Los santos, en tanto que santos, poco tienen de inocentes. Los inocentes no pueden permitirse el lujo de la santidad.

Delibes, el maestro de la dulzura macabra, sería la pluma idónea para describir esta clase de rata, la rata inocente sin platos rotos en su “debe”. Pero, a partir de hoy, tal posibilidad se ha esfumado, tristemente.

Como la rata común, la rata inocente se deja ver muy esporádicamente. Sólo cuando alguien le dar por traer a colación la labor cotidiana de estas ratas, roer los cimientos de la superficie donde se mueve el común de los mortales para recabar y arrimar el polvo resultante a los pilares de su propia madriguera.

El último listín de ratas inocentes ha sido llamado “lista mundial de milmillonarios”. Será envidia cochina, no digo que no -ahí queda un ejemplo del libre albedrío de los lectores-, pero estos tipos y tipas inventariados y ordenados por miles de millones de euros me saben a mierda, auténtica mierda.

Soy un cochista.

Creo haberlo comentado nunca, pero soy un cochista. No la clase de cochista cochino que arranca el motor para desplazarse dos manzanas abajo a tomar un café, pero sí cuento ya con unos buenos cuatrocientos mil kilómetros entre pecho y espalda, limpios de polvo y paja, así como de percances. Puede sonar políticamente repugnante, pero considero que disponer de un vehículo propio, sea cual sea el número de patas o ruedas, resulta imprescindible hoy, ayer y siempre, y parece inherente a la naturaleza del ser humano, por lo que comprendo que cada individuo aspire a obtener uno para sí.

He disfrutado bellacamente a bordo de mi coche, he pagado multas justas y otras manifiestamente inmerecidas, he soplado globitos, he pasado con éxito controles para delincuentes comunes, traficantes en drogas y crueles terroristas, me he extraviado en parajes deshabitados en muchas millas a la redonda (la milla es mucho más literaria y yanki que el vulgar kilómetro) sintiendo la soledad y el desamparo más absolutos pero, al mismo tiempo, sabiéndome protegido y acunado por el calor propio y la dura coraza de mi coche.

Como una madre de vientre transparente, todo lo inhóspito y desapacible que pueda suceder alrededor se percibe atenuado cuando se contempla protegido en el interior de un coche.

Para muchos, su coche es una fuente de sinsabores, un armatoste móvil que utilizan por necesidad y guían compungidos por el miedo, y con el jamás llegarán a integrarse. Al menor de los frecuentes contratiempos que pueden surgir durante la ruta, la inseguridad y desapego al vehículo suele desembocar en maniobras bruscas e irreflexivas que pueden matarte y, sobre todo, matar.

La Dirección General de Tráfico, con su clásica ineptitud, gusta de achacar los siniestros –curiosamente, los siniestros se me antojan, precisamente, ellos- al exceso de velocidad en la conducción. Correcto, pero sólo hasta cierto punto.

Las desdichas en la carretera suelen venir de la mano de la falta de capacitación del cochista, y del intolerable estado de muchas vías. A este tenor, vaya desde aquí mi más letal maldición hacia aquellos capataces que marchan a casa dejando escalones de cinco centímetros en el asfalto. Pueden ser considerados unos auténticos canallas.

Porque lo que, tras muchos años de carretera, a cualquiera le queda claro es que más de la mitad de los conductores no reúnen las condiciones psíquicas mínimas que habrían de ser imprescindibles para serles permitido pilotar un vehículo. Y hasta aquí puedo escribir.

Los datos sobre el descenso del número de accidentes y víctimas son sobrecogedores: el gobierno se autoinculpa por ello. El descenso sin precedentes en el número de vehículos vendidos, el incremento de parados en forma de dos millones y medio de personas que ya no saldrán alegremente a recorrer las carreteras, nada tiene que ver. Sólo el buen hacer del gobierno.

Buen viaje.

“Tengo un Plan”.

“Tengo un Plan” aseguraba, en la obra musical “La Guerra de los Mundos”, el Artillero desarbolado al Periodista. Éste, estupefacto al principio, escucha no obstante el proyecto que el otro había ideado para poner nuevamente el mundo en marcha, con la expectativa de que efectivamente existiese un motivo para la esperanza. Dado que las diabólicas máquinas marcianas ocupaban la totalidad de la superficie del planeta y la maleza roja ya había devorado y sustituido toda vegetación, el Artillero pensó que sólo quedaba una opción: mudarse al subsuelo. Huir, en definitiva. Excavar inmensas bóvedas a muchos kilómetros de profundidad, lejos de la vista y los rayos de fuego de los marcianos, y desarrollar una nueva civilización que, algún día, pudiese disputar a los calamares extraterrestres la luz del sol. Un universo cavernoso ocupado por miles de esbeltos edificios de todo tipo y amplias avenidas, mil formas de infraestructuras entrelazadas por interminables puentes flotantes transitados por una intrincada red ferroviaria.

Bastan dos minutos, sin embargo, para que el Periodista se percate de que al Artillero se le ido totalmente la cabeza.

Lástima que en el Consejo de Ministros donde el Artillero / Zapatero expuso por primera vez su “Plan E”, no estuviese presente nuestro Periodista.

Es probable que un simple “pero a dónde crees que vas, con lo que llueve…” hubiese bastado para que, al menos los ministros, hubiesen despertado del encantamiento y resuelto una sencilla cuenta: no se trata de ocupar parados; sino de crear empleo útil y duradero, crear y abordar proyectos de forma sensata, adecuada, realista y, sobre todo, socialista.

Claro que ésto último, visto lo visto, es la auténtica ficción.