martes, 9 de septiembre de 2008

Gemelos pero distintos.

El texto que viene a continuación está fechado en 2 de octubre de 2001. Me consta que, en aquel momento, cada cual reaccionó acorde a su forma de expresión natural, gráfica, sonora, escrita, etc. Los productos de las emociones quedaron ahí, custodiados por el anonimato, pasando los aniversarios del trágico acontecimiento hasta, que un día, decides sacarla a la luz.

Mi forma natural de expresión es la palabra, a falta de otra más brillante, y el día, es hoy.

Si puede hacerse caso omiso a la masacre humana (imaginemos, por ejemplo, que ha ocurrido en África), el espectáculo ofrecido por las gemelas neoyorquinas plegándose sobre sí mismas, como un titánico acordeón interpretando una sinfonía estruendosa y grandilocuente, no deja de evocar la admiración temerosa con que se contempla un alud en el Himalaya, un tifón huracanado en el Caribe, o la explosión del Karakatoa. El hipotético y apocalíptico cataclismo que acompañó el hundimiento de la Atlántida hubo de ser, en su época, de una trascendencia sin precedentes en el recuerdo común. Trazó, puede suponerse, un antes y un después en la cultura, la política y la economía de la época, y el mundo lloraría en el regazo basáltico del océano su trágica, irreparable, pérdida. Seguro.

Pero, ¿qué no hubiese dado cualquiera por asistir a esa conmoción de dimensiones planetarias, a esa rebelión furibunda de la naturaleza, a esa aplastante constatación de nuestra verdadera dimensión? Qué si no elegiría, de ser posible, el acaudalado contratante de un egoísta viaje al espacio, si pudiese sobornar la dirección del tiempo?

Superando la estupefacción, incluso el horror, uno podría llegar a sentirse Lot, elegido, la mirada absorta en cómo la tierra engulle con la avidez de un batracio a Sodoma y Gomorra, entre galaxias de polvo, escombros, vigas atormentadas y gemidos penitentes esparcidos por el aire, mientras nuestros tejidos se vuelven rígidos y cristalinos, y la emulsión de sangre y adrenalina se torna resina en las venas.

Tal vez los ejecutores fuesen auténticos ángeles enviados. Tal vez los singulares edificios eran, en realidad, las patas traseras (o delanteras) de un descomunal becerro de oro, del símbolo de la avaricia, la perversión, la iniquidad. Tal vez, a los justos, les fuese respetada la vida.

Qué sosiego puede uno dispensar a su conciencia con sólo proponérselo. Y si no, lean, lean la historia reciente de los norteamericanos. La escrita por ellos, claro.


1 comentario:

Victorio dijo...

Amigo, estupendo aporte. Ese año, también morían 40.000 campesinos debido al uso de pesticidas...

Salú.