jueves, 18 de marzo de 2010

Prefiero una verruga.

Hay verrugas que son como una mosca congelada, visibles a varios metros y posada sobre el antebrazo, la espalda, la mano o la cara del portador. Los más valientes visitan al dermatólogo para que acabe con su fea presencia.

Hace unos días pasé cerca de una muchacha bien parecida que portaba dos de estas anormalidades, sobre el cuello la primera y una segunda a pocos milímetros de la comisura de los labios. Uno les compadece instintivamente y piensa "juer... si yo tuviese éso ahí..." ó, como en este caso, "...con lo mona que es y mira tú, nadie es perfecto...". Nuestras respectivas trayectorias nos acercaron un tanto, lo suficiente para percatarme de que las supuestas verrugas eran, en realidad, una especie de perlitas plásticas marrones fijadas a un minúsculo alfiler que perforaba la carne, con una piececita de ensanche en el orificio de salida para evitar que su desprendimiento.

El ser humano ultramodero adopta, paradójicamente, costumbres tribales ancestrales, como colgarse cosas de la piel. Estamos habituados a verlo de dos o tres décadas hacia acá. Pero fue el pirsin del cuello, justo sobre la aorta, el que me confundió hasta el punto de pensar que ambas moscas, idénticas, eran verrugas.

Puestos a jugar con fuego, he decidido colocarme uno de estos artilugios sobre la arteria femoral. Será excitante, tanto o más que una operación quirúrgica a corazón abierto o escalar un risco con los dientes, sin la certeza de sobrevivir al implante si el operador yerra el pinchazo mínimamente.

Creo firmemente que por lo diminuto de esos agujeritos y en los mecanismos prendidos, se cuela roña y salivilla que secarán, mutarán y se convertirán en otra cosa, como ocurre con todo lo orgánico. A falta de la capacidad para hacer predicciones al respecto, personalmente, prefiero una verruga.

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